Año 1998. Ibarra, Ecuador.
La plaza vacía como único socio.
Cada instante se presume eterno.
El tiempo se arrastra sigiloso.
Sólo los pájaros desafían la siesta.
Poco queda, el anhelo se seca.
Vive aún una pequeña llama
que cada día lo lleva a esa iglesia:
la espera invariable de un prosélito,
una oreja atenta a quien contar.
Máxima tristeza, hoy resignación,
el tener un legado de vida para dar y
deber conformarse con un saludo casual.
Si así es el destino, entonces él saluda.