Año 1995. Brujas, Bélgica.
Siesta de sombra perfecta sobre un banco de parque.
Concierto de cuerdas y vientos cuando el sol ya declina.
Aire de prosapia europea en las piedras que nos rodean.
De pronto, sorda estampa de quietud en todo movimiento.
Extraño periplo de la física, feneció el espacio-tiempo.
Tan sólo perdura uno: el nuestro, singular y exclusivo.
La suma de aguijones perceptivos nos torció la dimensión.
El universo perdura, únicamente, en el verano de Brujas.
Yugo de Gótico Flamígero y dragones de bandera.
Tintineantes reflejos solares sobre la densidad de los
canales.
Eternos segundos para contemplar tu hombro desnudo,
mientras sentados al umbral de una sólida puerta
medieval,
en un pasaje con arcos y destino de plaza,
le hacemos justicia a un sándwich de fiambre y mayonesa.