Año 1995. Venecia, Italia.
Durante la noche, el silencio flota.
Salimos de nuestra habitación rentada a una señora de inmemorial
vestido negro.
Puentes de recargadas balaustradas, fachadas orgullosas de sus años.
Perseguimos una cena apta a nuestro bolsillo.
Caminamos con nuestro hallazgo de pizza.
Nos acomodamos en un palacete, quien nos invita a escaleras de mármol.
La calle es angosta, se escucha el taconeo de un paseante solitario.
Deleite de muzzarella y tomate. Comemos y nos reímos.
La risa transmuta en una algarabía de sinrazón, regada de hilarantes comentarios
hoy olvidados.
Y entonces, al respirar hondo, la vida se manifiesta en cosquilleo.
Avanza hasta la conciencia para gritar que está allí.
Que el ahora es ahora, que la porción es pizza, que el adoquín es piedra,
que la risa es música, que el aire trae la humedad del canal.
Que todo pasará, pero que aún así ella, la vida,
reconocerá en su memoria que un día, en Venecia, se detuvo entretenida a presenciar el concierto a dos voces de una cena solitaria.
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