Año 1995. Ámsterdam, Holanda.
21 de junio, inicio del verano.
El avión aterriza y en la aduana algo de uno es incautado.
Quedan en custodia los saberes traídos, las referencias familiares, las
certezas absolutas.
Se deja el aeropuerto huérfano de sí mismo. Hambriento de búsqueda.
Juicios infinitesimales se
suceden, sin pausa.
El cartel de acrílico rojo intenso con el nombre de una cerveza en
letras góticas amarillas.
La señal de perfecta redondez azul con una flecha indicando el sentido
de la calle.
Dos mujeres que junto a esa señal y bajo ese cartel se detienen a
conversar.
Los vestidos de esas mujeres, tan genéricos y tan novedosos.
La curvatura apenas ajada del marco torneado de la ventana,
desde donde se asoma un joven a mirar a las mujeres hablar.
Captar el infinito a cada paso. Encadenamiento desenfrenado de lúcidas percepciones.
Y entonces, sentir el propio reflejo ante el sol templado y extrañarse.
¿Es ese acaso el mismo sol conocido? ¿Es lo obvio por lo tanto cierto?
Puede que sí, puede que no.
Pero eso, entonces, era
un tema menor frente al perfume irradiado por las mujeres que volvían a caminar dejando atrás el cartel, la señal y al joven observador.
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