Año 1998. Caraz, Perú.
Bulla de gente pululante. Griterío de niños. Calor.
Entramos al
bar, con paso y maneras cautas.
Miramos en
derredor, entre el color y el sonido.
Se nota la curiosidad
de los parroquianos.
Unos nos miran
de reojo, otros en directo.
Luego se miran
entre sí, inmutables. Insondables.
Debería ser incómodo,
intimidante. Pero no.
El entorno resulta
demasiado festivo para temer.
La grey destila
vitalidad, chispa muda de dejo alegre.
No hay recelo,
no hay sospecha, no hay alarma.
Saboreamos entonces
la impunidad de no ser nadie.
El regusto de
ser quien se quiera, de inventarse.
Podríamos acodarnos
torvos contra la barra.
Podríamos salir
mansos y desvanecernos.
Podríamos contrastarnos,
podríamos mimetizarnos.
Fresca consciencia
de una verdad silenciada,
la baraja viaja siempre con uno y nunca es tarde
para repartir.
Inventarnos y dar de nuevo, siempre empezando un nuevo juego.
ResponderEliminarEl entorno un inolvidable recuerdo.
Besos.
Sol