Año 1995. Pisa, Italia.
Conseguimos la pensión más barata de la guía.
Primera y primordial alegría administrativa.
Nos adentramos en un dudoso edificio de silencio añejo.
Escaleras de mármol sin barrer. Polvo en suspensión.
Abrimos una puerta crujiente. Nos recibe, oscura, la humedad.
Se adivina una cama de hierro con abundante colchón y manta desbordada.
La luz de la tarde se filtra entre las rajas de una gruesa celosía
metálica.
Firme, tarda en ceder a nuestros empellones, para regalarnos un balcón,
y detrás, más allá de la calle, se asoma un torre, torcida.
Meca de contingentes guiados por la magia de paraguas coloridos.
Amanece el día de nuestra propia procesión al ladeado campanario.
Sin embargo, un súbito estado gripal nos asalta.
Diagnosticándome como el menos dañado de la pareja,
y tras un ceñudo análisis de las alternativas factibles,
me lanzo raudo a por tantas naranjas como logre conseguir.
Trance de fe en nuestra señora de la benemérita vitamina C.
Callejuelas y pasajes extravían mi búsqueda del mercado salvador.
El ímpetu de cruzado me lleva a desafiar cualquier parámetro de
orientación.
Huérfano de cítricos, perdido y bañado en sudor, me detengo
desalentado.
Más allá de la esquina, observo haces de luz propios de un espacio
abierto.
Al llegar, el Arno se presenta en esplendorosa curva de hálito toscano.
Súbito olvido de todo síntoma ante el arrebato de composición arquitectónica.
Traspongo el puente para toparme con una pizarra convaleciente que en letras
de tiza anuncia:
arance
mature.
Buenísimo. Entre impresiones, comentarios y naranjas ladeado, como la torre, surge el humor.
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